Los
coches de autoescuelas estacionados en una línea amarilla continua, pegada al
edificio del centro examinador, me produce una sensación extraña o mas bien de
lo absurdo de presentarme a un examen, en igualdad de oportunidades que el
resto de los examinandos, pero sabiendo de antemano que en el supuesto de que
este año consiguiera el permiso de conducir, la vigencia sería un año menos que
el resto.
En la fachada del edificio hay una
placa que reza más o menos, “promovido por el alcalde de la localidad” no la
placa si no el centro examinador se entiende. Es la tercera vez que la leo, me
llama la atención, que ese merito se le atribuya al edil, cuando estoy segura,
que él no puso un euro para la construcción del edificio (aunque a lo mejor si
pinto la franja gualda).
Justo debajo de la placa hay un pequeño
espacio para fumadores también lo pueden utilizar los que no lo hacen, provisto
de un cenicero con su arena para depositar las colillas. Mientras me fumo un
cigarro y para relajarme, cuento las
colillas de dentro del cenicero, cinco, y las del suelo, ganando por amplia
mayoría las segundas, doce.
Viendo que me voy a meter en un camino con múltiples salidas
literarias, pero ninguna que me conduzca a la obtención del permiso, entro en
el centro examinador.
Parapetada con el suplemento literario de un periódico,
presto atención a las conversaciones de alrededor.
Conversaciones monotemáticas, por lo que escucho de
los que han realizado el examen, no debo de tener problemas para aprobar, lo
que oigo de los que no lo han hecho, como yo, tampoco.
Cuando comienzan a nombrar a los futuros conductores
me quedo perpleja:
Cuaresma García, Socorro López, Anunciación Hernández etc. etc.…
No sé si aprobaré, pero lo que es seguro esto lleva a algún sitio…