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martes, 19 de febrero de 2013


Los coches de autoescuelas estacionados en una línea amarilla continua, pegada al edificio del centro examinador, me produce una sensación extraña o mas bien de lo absurdo de presentarme a un examen, en igualdad de oportunidades que el resto de los examinandos, pero sabiendo de antemano que en el supuesto de que este año consiguiera el permiso de conducir, la vigencia sería un año menos que el resto.

         En la fachada del edificio hay una placa que reza más o menos, “promovido por el alcalde de la localidad” no la placa si no el centro examinador se entiende. Es la tercera vez que la leo, me llama la atención, que ese merito se le atribuya al edil, cuando estoy segura, que él no puso un euro para la construcción del edificio (aunque a lo mejor si pinto la franja gualda).

         Justo debajo de la placa hay un pequeño espacio para fumadores también lo pueden utilizar los que no lo hacen, provisto de un cenicero con su arena para depositar las colillas. Mientras me fumo un cigarro y para relajarme,  cuento las colillas de dentro del cenicero, cinco, y las del suelo, ganando por amplia mayoría las segundas, doce.

                   Viendo que me  voy a  meter en un camino con múltiples salidas literarias, pero ninguna que me conduzca a la obtención del permiso, entro en el centro examinador.

 Parapetada con el suplemento literario de un periódico, presto atención a las conversaciones de alrededor.

Conversaciones monotemáticas, por lo que escucho de los que han realizado el examen, no debo de tener problemas para aprobar, lo que oigo de los que no lo han hecho, como yo, tampoco.

Cuando comienzan a nombrar a los futuros conductores me quedo perpleja:

Cuaresma García, Socorro López, Anunciación Hernández  etc. etc.…

No sé si aprobaré, pero lo que es seguro  esto lleva a algún sitio…