El gesto adusto como de amargura con el que
se encontraba a diario, no se correspondía con el saludo amable y la sonrisa
franca que le regalaba al cruzarse todas las mañanas. Antes de llegar a la
siguiente bocacalle, ya había olvidado lo rara que siempre le parecía la mujer.
Fue un impulso repentino (como por otra
parte son los impulsos) lo que le hizo cambiar de acera y dar un giro de 180º
para seguirla o más bien observarla sin ser visto.
¿En que o quién
estaría pensando? Lo que fuera le producía abatimiento, ha juzgar por la cabeza gacha y los hombros hundidos.
Aunque no podía oír, ni ver con precisión su cara, si podía adivinar
las breves conversaciones que mantenía con todos los que se paro a lo largo de
la avenida.
El movimiento de la mano, de derecha a
izquierda para acabar en su espalda, dirigida a los niños. A los jubilados les
tocaba el brazo e inclinaba la cabeza como si fuera dura de oído, como si
tuviera todo el tiempo que ellos quisieran para escuchar sus achaques, por que
era eso de lo que le hablan a juzgar por los ademanes de estos.
También se cruzo con personas de mediana edad como él, a los que
llevaban un paso rápido, saludo corto y
sonrisa, los de paso lento, saludo largo y mueca.
Quizás, solo fueran imaginaciones suyas, pero era como si se
metiera en la mochila que llevaba a la espalda, la vida de todos con los se
cruzaba. En función de lo que iba introduciendo así era expresión posterior.
En
ese momento la vio como un camaleón, su mimetismo
era tal que en cuestión de segundos, podía pasar de una alegría desbordante a
la tristeza más amarga.
Ahora que estaba en el paro, ya tenía una
excusa, para levantarse todos los días a la misma hora y hacer el mismo
recorrido.
No seré yo quien meta una carga más en su
mochila, pero si contribuiré a que esparza esa sonrisa.
Definitivamente era una mujer rara.